Vivía en un castillo atemporal, no porque pareciera que por él no hubieran pasado los años, pues muy al contrario, el castillo daba la impresión de que se iba a desmoronar de un momento a otro, sino porque aquella fortaleza que él llamaba hogar estaba fuera del plano que se rige, como todo lo mortal, por el tiempo. Fobos habitaba en aquel lugar desde el comienzo de las eras, una oquedad entre planos astrales óptima para dar cobijo a entidades supraterrenales como era él.
El dios del miedo se sentía melancólico. Cómo no estarlo cuando el castillo se le hacía tan grande para él sólo. Y además era frío, extremadamente frío. Se ve que, el hecho de que estuviera en un espacio atemporal, lo convertía en algo helado. Desde luego, y nunca supo porqué, el lugar cumplía con todos los estándares de los castillos de miedo, estaba al borde de un acantilado, desafiando toda lógica y toda ley gravitatoria; estaba construido con piedra negra y siempre caían rayos de manera esporádica, pese a que en aquel intersticio dimensional no existía algo llamado climatología.
Desde hacía un tiempo se había planteado su propia naturaleza como dios del miedo. Siendo un dios no tenía respuesta para la intrigante y reiterada pregunta sobre el sentido de la existencia, lo cual no dejaba de mosquearle. Así que para aliviar su atormentada alma solitaria, se daba unos largos paseos por lugares muchos más cálidos que aquel terrible castillos. Su lugar preferido para sus caminatas era la Tierra. Y sobre ella y sus habitantes había muchas cosas que anotar y estudiar. Tantas como para dejar de preocuparse por su propia e inmortal existencia.